¿Te llama la atención mi reloj? ¿Verdad que es lindo? A mí siempre me gustaron los relojes con números romanos. ¿Crees que está atrasado porque marca las once y cuarto? No, no está atrasado. Simplemente, hace diez años que está detenido en esa hora. ¿Por qué? No es tan simple de contar. Nunca hablo de eso, nada más que por miedo a que no me crean. ¿Serías capaz de creerme? Entonces te lo cuento. Más que un recuerdo, es un homenaje. Diez años. Recuerdo la fecha, porque todo ocurrió al día siguiente de mi cumpleaños. Tenía quince y estaba bastante orgulloso de mi nueva edad. Pasaba ese verano en casa de mis tíos, en un pueblecito mallorquín, en medio de un increíble paisaje montañoso. Después de las muchedumbres y el tránsito enloquecido de Barcelona, aquello era un paraíso. Por las mañanas me gustaba ir a la cala que quedaba allá abajo; en hora tan temprana estaba siempre desierta. En esa época nadaba muy mal, así que nunca me alejaba mucho de la orilla porque en ciertos momentos del día las olas, altísimas y todopoderosas, eran siempre un peligro. Me bañaba desnudo y eso constituía todo un disfrute en aquel agosto particularmente caluroso. Esa mañana descendí casi corriendo por el sendero irregular y pedregoso que llevaba a la cala, y una vez allí, sin mirar siquiera a mi alrededor, me quité el short. Iba a meterme en el agua, cuando sentí que alguien me gritaba, algo como buenos días. Miré entonces y vi a una mujer joven, morena, hermosa.
Foto: Ramón Morales Reyes
Llevaba una mínima tanga, pero su busto estaba al descubierto. Sentí un poco de vergüenza y me tapé con las manos, pero ella empezó a caminar y enseguida estuvo junto a mí. No tengas vergüenza, dijo (en un correcto español pero con acento extranjero, como si fuese inglesa o alemana). Mira, yo también me quito esta menudencia, agregó, y así estamos iguales. Preguntó cómo me llamaba y le dije que Tomás. Tom, repitió ella. Eres lindo, Tom. Creo que me puse rojo. Ven, dijo, y tendió su mano hacia mí. Yo le di la mía. Ven, repitió y me miró calmosamente. Sonreía, pero era una sonrisa triste. ¿Nunca has estado con una mujer? Dije que no, pero sólo con la cabeza. ¿Y qué edad tienes? Ayer cumplí quince, contesté con mi orgullo algo recuperado. Entonces empezó a acariciarme, primero los hombros, luego el pecho (yo reí porque me hizo cosquillas), la cintura, siempre sonriendo con infinita tristeza. Cuando llegó a mi sexo, éste ya la estaba esperando. Entonces sonrió más francamente y con un poco menos de tristeza, pero no se detuvo allí, continuó acariciándome y así llegó a mis tobillos y a mis pies llenos de arena. En ese momento comprendí que me estaba enseñando algo y resolví ser un buen alumno. También yo empecé a acariciarla, pero en sentido inverso, de abajo hacia arriba, pero cuando llegué a aquellos pechos tan celestiales, me sentí desfallecer. De amor, de angustia, de esperanza, de nueva vida, qué sé yo. Nunca más he sentido una sensación así. Entonces, sin decirnos nada, nos tendimos un poco más allá, donde el agua apenas lamía la arena, y ella prosiguió minuciosamente su clase de anatomía. La verdad es que a esa altura yo ya no precisaba más lecciones y la cubrí sin ninguna timidez, casi te diría que con descaro. Y mientras disfrutaba como un loco, recuerdo que pensaba, o más bien deliraba: esta mujer es mía, esta mujer es mía. Cuando todo acabó, continuó besándome durante un rato. Luego se quitó el reloj (precisamente este reloj) de su muñeca y me lo dio. Mira, se ha detenido, eso quiere decir algo, guárdalo contigo. Y yo, que siempre había querido tener un reloj con números romanos, lo puse en mi muñeca, a ella le dije gracias y la besé otra vez. Entonces dijo: Eres lo mejor que me podía haber pasado, justamente hoy. Ahora me voy contenta, porque nos descubrimos y fue algo maravilloso, ¿no te parece? Sí, maravilloso, pero a dónde vas. Al mar, Tom, me voy al mar. Tú te quedas aquí, con el reloj que se ha detenido, y no digas nada a nadie. A nadie. Me besó por última vez y su lengua estaba salada, como si fuera un anticipo del mar que la esperaba. Empezó a caminar lentamente, se metió en el agua y de inmediato fue rodeada por el coro de las olas, que cada vez se fueron encrespando más. Ella siguió avanzando, sin nadar, dejándose llevar, empujar, acosar violentamente por aquel mar que (lo pensé entonces) era un viejo celoso, desbordante de ira y de lujuria. Un viejo que no la iba a perdonar y a mí me salpicaba como escupiéndome. Y así hasta que la perdí de vista, porque las olas, una vez que golpeaban en las rocas, regresaban con ímpetu y la llevaban cada vez más lejos, más lejos, hasta que por fin tomé conciencia de mi abandono y empecé a llorar, no como un muchacho de quince años sino como un niño de catorce, sobre los despojos de mi brevísima, casi instantánea felicidad. Jamás apareció su cuerpo en las costas de Mallorca, nunca supe quién era. Durante unos meses quise convencerme de que tal vez fuese una sirena, pero luego descartaba esa posibilidad, ya que las sirenas no usan relojes con números romanos. Bueno, creo que no usan relojes en general. Aun hoy, cuando voy de vacaciones a Mallorca, bajo siempre hasta la cala y me quedo allí, desnudo y a la espera, dispuesto a darle cuerda nuevamente al reloj no bien ella surja desde el mar, huyéndole a las olas iracundas de aquel viejo rijoso. Pero ya ves, en mi reloj de números romanos las agujas siguen marcando las once y cuarto, igual que hace diez años. Mario Benedetti
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