domingo, 24 de agosto de 2014

PROSA DE LAS CIUDADES

Todo es. Nada es. Y las ciudades que levantó el polvo serán polvo;
pero mientras sucede el crecer al nacer y la muerte espera, tensa en el arco,
es preciso tener una ciudad. Verla allá a lo lejos o verla allá dentro,
en el otro espacio: ciegas, sordas, mudas para el hombre, como la vida.
Viven de él y morirán con él. ¿Y qué es una ciudad en el conjunto
de las ciudades sino la misma ciudad? La misma, desde la lejana y primera
con que saludamos a la brutalidad, a la muerte; la última,
desde la que veremos que algo impulsa el horizonte hacia nosotros.
El vendrá y las ciudades lo contendrán un momento, hasta que caiga
el último suburbio y con la última ventana el polvo cierre la última ciudad.
Cuando caiga habremos caído para siempre. La misma ciudad,
siempre es la misma. Siempre la misma calle y doblar en cualquier parte
el mismo callejón y saludar al mismo. Las ciudades nacen de ciudades
como los hombres de hombres y el miedo de la esperanza.
Yo les digo que estas calles y plazas y este sudor de sueño
y este sabor de pesadilla y esta canción de siesta eran de otra ciudad.
Los hombres no. Los hombres van y vienen como los ríos.
Las ciudades quedan, como las piedras, esperando en la orilla
que vuelva el mismo río. El mismo río del hombre que abandona las ciudades
para no volver jamás. Y cuando se va el último y asoman los fantasmas
sus ojeras nerviosas por las ventanas que el viento bate como un insulto,
la ciudad entera comprende que está sola y que se muere.
Porque las ciudades se mueren y se pudren,
como los hombres, como el amor.

Luis Benítez 

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